Ofrecimiento de los Dolores 2015

 OFRECIMIENTO DE LOS DOLORES 2015 

A CARGO DE: 

D. PABLO TRILLO-FIGUEROA Y MARTÍNEZ-CONDE

Delegado Territorial de la Junta en Valladolid

 

Eminentísimo y Reverendísimo Sr. Cardenal, Arzobispo de Valladolid.

Excmo. Sr. Delegado del Gobierno de la Nación en Castilla y León, limo. Sr. Subsecretario del Ministerio de Empleo y Seguridad Social.

Ilmo. Sr. Presidente de la Diputación Provincial de Valladolid.

Ilmo.Sr. Subdelegado del Gobierno en la provincia de Valladolid

Portavoz del PP y concejal delegado general del área de desarrollo sostenible y coordinación territorial del Ayuntamiento de Valladolid.

Sr. Alcalde-Presidente de la Cofradía penitencial de la Santa Vera Cruz.

Sr. Presidente de la Junta de Cofradías de Semana Santa.

Representantes de las diferentes asociaciones, colectivos sociales, religiosos y culturales de nuestra ciudad.

Autoridades, mayordomos y cofrades, pueblo fiel de Valladolid, amigos todos.

Cuando vuestro Alcalde-Presiente, D. Daniel Domínguez Repiso me comunicó la decisión de la Cofradía para que fuese yo quien ofreciese los Dolores de Nuestra Ciudad a la Santísima Virgen de la Vera Cruz me invadió un sentimiento doble: De un lado, de alegría y agradecimiento por el honor que se me otorga y de otro, de responsabilidad no exenta de inquietud pues, por mis circunstancias profesionales y familiares, con tres niños de poca edad, se hacía difícil sacar el tiempo necesa­rio para hacer este trabajo responsablemente.

Se me confía esta labor por tener el honor de representar a la Junta de Castilla y León en Valladolid. Asumo el reto con humildad pues sé de mis limitaciones e insignificancia para dirigirme a María, el corazón más hermoso y puro que ha latido en pecho de mujer. 

 

 OFRECIMIENTO DE LOS DOLORES 2015 

A CARGO DE: 

D. PABLO TRILLO-FIGUEROA Y MARTÍNEZ-CONDE

Delegado Territorial de la Junta en Valladolid

 

 

Eminentísimo y Reverendísimo Sr. Cardenal, Arzobispo de Valladolid. 

Excmo. Sr. Delegado del Gobierno de la Nación en Castilla y León, limo. Sr. Subsecretario del Ministerio de Empleo y Seguridad Social. 

Ilmo. Sr. Presidente de la Diputación Provincial de Valladolid. 

Ilmo.Sr. Subdelegado del Gobierno en la provincia de Valladolid 

Portavoz del PP y concejal delegado general del área de desarrollo sostenible y coordinación territorial del Ayuntamiento de Valladolid. 

Sr. Alcalde-Presidente de la Cofradía penitencial de la Santa Vera Cruz. 

Sr. Presidente de la Junta de Cofradías de Semana Santa. 

Representantes de las diferentes asociaciones, colectivos sociales, religiosos y culturales de nuestra ciudad. 

Autoridades, mayordomos y cofrades, pueblo fiel de Valladolid, amigos todos. 

Cuando vuestro Alcalde-Presiente, D. Daniel Domínguez Repiso me comunicó la decisión de la Cofradía para que fuese yo quien ofreciese los Dolores de Nuestra Ciudad a la Santísima Virgen de la Vera Cruz me invadió un sentimiento doble: De un lado, de alegría y agradecimiento por el honor que se me otorga y de otro, de responsabilidad no exenta de inquietud pues, por mis circunstancias profesionales y familiares, con tres niños de poca edad, se hacía difícil sacar el tiempo necesa­rio para hacer este trabajo responsablemente. 

Se me confía esta labor por tener el honor de representar a la Junta de Castilla y León en Valladolid. Asumo el reto con humildad pues sé de mis limitaciones e insignificancia para dirigirme a María, el corazón más hermoso y puro que ha latido en pecho de mujer. 

Como saben me nacieron lejos de aquí, y también que soy un hombre de la mar y todavía, como diría el poeta, en sueños la marejada me sigue tirando del corazón. Pero no es menos cierto que me considero castellano de vocación y por ello con tres hijos nacidos aquí y, con vuestro permiso, un vallisoletano más. No en vano se me ha educado desde niño en los valores de sobriedad y austeridad propios del alma castellana, de “esta tierra ayer dominadora”. 

Madre en Castilla se hizo España, la “tierra de María” como la bautizara el Santo más grande que todos hemos conocido cuando se despidió, por última vez, de nosotros. 

España evangelizados de medio orbe, como la describiera D. Marcelino Menéndez y Pelayo, la cuna de Santa Teresa, de San Ignacio y tantos otros Santos, hoy se encuentra agredida en su esencia misma, en su unidad. Sea mi primera petición Señora para que intercedas por la unidad de todos los españoles en un proyecto de Nación tan antiguo como sugestivo e ilusionante. 

Mi buen amigo Daniel, vuestro Alcalde-Presidente, para atenuar mi desasosiego por el encargo recibido me aconsejó que les refiriese vivencias propias en torno a la Semana Santa que desde niño siempre he vivido intensa y apasionadamente. 

Algo de esto haré, pero consideré también un deber por respeto a ustedes, a Valladolid y, por encima de todo, a Nuestra Madre Celestial, acometer este inmerecido encargo con ortodoxia cristiana. 

Supliré mi incapacidad con la ingenuidad y ternura de corazón de un niño, con el amor con el que nos cuentan sus peque­ñas cosas nuestros hijos a Isabel y a mí. 

Estoy ciertamente persuadido que este Sábado Santo, en este rincón sagrado, ante la impresionante talla de Nuestra Madre la Virgen de los Dolores solo inspira respeto, meditación y silencio. 

El gran maestro de la gubia Gregorio Fernández ha conseguido plasmar como nadie ese sentimiento de piedad capaz de conmovernos hasta el llanto, cuando imaginó a Nuestra Señora, traspasada por el dolor, extendiendo sus brazos para recoger el cuerpo del divino fruto de sus entrañas ultrajado hasta la muerte. La sola contemplación de ese misterio turba los sentidos, haciendo imposible encontrar palabras para describir tan desgarradora belleza, la fuerza de una imagen tan celestial como descarnadamente humana. 

Pues así me siento hoy junto a María: desbordado por el dolor y la impotencia, íntimamente ligado a su estremecimiento de madre herida en lo más profundo de sus entrañas, y comprendido a la vez por su tiernísima mirada de madre amable. 

El sábado de los sábados, el vivido en absoluto silencio, sólo roto por el llanto de los primeros discípulos evocando las imágenes dolorosas de la muerte de Jesús, es el sábado de María. Ella, aún con lágrimas, sostiene la frágil esperanza de los discípulos con la fuerza de la fe y la caridad. 

En ese tiempo “entre el ya” y “el todavía no” que desconcierta el alma de los discípulos, María vencerá a las tinieblas del alma en la oscuridad de esa noche. La Noche oscura que nos cantara San Juan de la Cruz: 

“En una noche oscura, con ansias, en amores inflamada, ¡Oh dichosa ventura! salí sin ser notada estando ya mi casa sosegada” 

Queridos amigos nuestro tiempo, nos dice el Cardenal Cario María Martini, es el “Sábado Santo de la historia”, donde la intranquilidad y confusión de los Apóstoles se pueden reconocer en las inquietudes de muchos creyentes, perdidos tantas veces ante los llamados signos del “fracaso de Dios”. 

Es difícil, nos sigue diciendo, vivir el cristianismo en el contexto social y cultural actual; Hoy es más fácil llamarse no cre­yente que creyente. 

A los Apóstoles en aquellos momentos les vencía la pena, la soledad, el miedo. Son los tiempos de altibajos del alma que solo la fe en un Dios de Amor puede vencer. María fue quien sació la sed y el hambre de amor con su ejemplo de fe, de esperanza y candad. 

Así nosotros hoy tendríamos que tratar de descubrir lo duradero, más allá de lo pasajero; 

lo eterno más allá de lo temporal; 

el amor perfecto más allá de los miedos que nos paralizan y nublan; 

y la consolación divina más allá de la desolación provocada por la angustia y la desesperación humana. 

Pidámosle a María su ayuda, su privilegiada ayuda para proyectarnos más allá de la calidad mortal de nuestra existencia, hacia una presencia más duradera, más profunda, más abierta y más maravillosa de lo que podamos imaginar. 

Para mí el sábado Santo evoca una gran alegría. La primera imagen que guardo en la memoria de mi infancia se remonta a un “Sábado de Gloria” de hace ya más de 50 años cuando por primera vez procesioné como Nazareno junto a la Virgen de la Soledad. 

Recuerdo como si fuese ayer que en mi mente infantil no encajaba muy bien desfilar “marcando el paso”, en una procesión de mujeres y niños acompañado sólo por mis hermanas y mis primas con lo mayor y machote que me creía yo. 

Las procesiones de Cartagena no son conocidas ni por su exaltación mística, ni por su austeridad. El amor de mi tierra no es el amor místico contemplativo propio de estas tierras castellanas, es más expansivo acorde con nuestro carácter levanti­no. Es el amor de una tierra de luz y de mar, de puerto pesquero, de arsenal y muelle. 

Allí, las procesiones son un retablo de colores, que marchan con un perfecto orden militar, lo que le profieren su caracterís­tica majestuosidad. Allí el sueño de todo niño es mandar algún día el Piquete de Infantería de Marina escoltando a la Virgen Dolorosa. Indudablemente mi vocación militar nació en las procesiones de mi tierra natal. Seguramente en el atardecer rojizo típicamente mediterráneo de aquel Sábado Santo se puso en hora mi reloj vital en el que sus manecillas han marcado para siempre mi norte y mi guía, que no es otro, que Amar a Dios y Servir a España. 

En mi cargo actual estoy teniendo el orgullo y la responsabilidad de participar activamente en nuestros desfiles penitencia­les, muy cerca de los miles de cofrades y penitentes que hacen de las calles estos días una vía dolorosa donde manifestar sus creencias y revivir el acontecimiento histórico que cambió el mundo. 

Me está dando la oportunidad de evocar el olor a incienso, a flores, el orden, el redoble de los tambores, el silencio, las velas, las mantillas. Los nervios míos, los de mis hermanos previos a la procesión, los de mi madre planchándonos las túnicas: ¿Dónde están mis guantes? ¿Quién ha cogido mi vara? ¿Ese es mi cíngulo?…. Siempre salí como Nazareno y desde hace muchos años como portapasos. Como soy de los pequeños de mi casa nunca pude salir de monaguillo, granadero, judío o capirote y tampoco he podido llevar a hombros a la Virgen de la Piedad, me tengo que limitar a María Magdalena. 

Como les decía la Semana Santa permite, cada año, que las calles de nuestros pueblos y ciudades se conviertan en un tem­plo al aire libre, y también, en museos de historia, arte y tradiciones. No negaré la importancia turística, cultural, patrimo­nial e, incluso, gastronómica de la Pasión en estas tierras. Es obvio; pero indiscutiblemente la Semana Santa tiene, y debe tener, un sólido cimiento religioso, en ocasiones popular, sí, pero religioso al fin y al cabo. 

Es en definitiva la conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor que se refleja en la Cruz, símbolo por excelencia de la Semana Santa y también de esta Cofradía Penitencial. 

Queridos amigos la señal del cristiano es la Cruz, el propio Jesús nos lo dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará.” 

Ya es primavera y como dijera el poeta, todos en esta época “andamos buscando escaleras para subir a la Cruz”. Todos, en algún momento de nuestra vida, cargamos con una Cruz pero infinitamente menos pesada que la que soportó el nazareno hace dos milenios. 

No veamos a la Cruz como un símbolo de castigo. La Cruz es la señal de la Victoria sobre la muerte, en ella está nuestra vida y nuestra Resurrección. Dios quiere nuestra felicidad, nos quiere contentos. 

No miremos pues a la Cruz como un Patíbulo sino como el trono desde el que Reina Cristo. 

La Cruz es amor y por ello voy a contarles la historia de una poesía que evoca el símbolo que más hemos contemplado en esta Semana Santa. 

Se llama La Cruz Sencilla, su autor es León Felipe, paisano nuestro, de Tábara (Zamora) y la historia de cómo la escribió es la siguiente: Estando el autor aquejado de una larga gripe en cama y muy desanimado, lo visitó su sobrino político que no era otro, que el famoso torero mexicano Carlos Arruza. Cuando esté entró en su habitación y lo encontró en una pe­queña y mísera cama, con tan solo una mesilla como compañía. Entristeciéndose mucho, vio que, por no tener, no tenía, ni siquiera una cruz que presidiera el lecho. 

Ese mismo día, el torero le compró una y se la hizo llevar a casa, cuando el poeta la vio, no le agradó nada. Sabía que se trataba de una pieza de valor incalculable, pero no era la que él hubiera querido. Entonces, León Felipe, prefirió devolvér­sela y encargar al carpintero del portal de abajo, una cruz sencilla. Una cruz como la de Cristo. 

El carpintero comprendió en seguida lo que quería y le hizo llegar una cruz de madera, lisa y fuerte a la vez; una cruz capaz de soportarlo todo, todo por amor. 

Él la puso en la cabecera de la cama y allí estuvo hasta el día de su muerte… pero no estuvo sola, iba acompañada de una también sencilla poesía que decía así: 

Hazme una cruz sencilla carpintero, sin añadidos ni ornamentos, que se vean desnudos los maderos, desnudos y decididamente rectos. 

Los brazos en abrazo hacia la tierra, el ástil disparándose a los cielos. 

Que no haya un solo adorno que distraiga este gesto, este elemento humano de los dos mandamientos. 

Sencilla, sencilla, más sencilla, hazme una cruz sencilla carpintero. 

Encontrarme hoy ante esta majestuosa talla de la Virgen, Madre de los dolores, me obliga necesariamente a hablar del dolor; ese sentimiento humano que todos en algún momento de nuestra vida hemos sentido. Muchos incurren en el error de creer que, por ser Dios, Jesucristo y Santísima su Madre eran menos sensibles al dolor que cualquiera de nosotros pa­decemos. Nada más falso. 

De los siete dolores de María, por todos ustedes sobradamente conocidos, con los que Dios la prepara para la hora supre­ma de la Humanidad, seguramente el más desgarrador será cuando une su propio holocausto al de su Hijo en el Calvario. 

Imaginaos a María frente a su hijo agonizante y ensangrentado en el madero, rodeado de tinieblas sin consuelo posible y humillada por los sarcasmos de unos enemigos en plena euforia de triunfo, sin poder defenderle ante el maltrato, cubrirle ante la desnudez, ni recogerle en sus brazos o besarle en su último aliento. 

¿Puede existir mayor dolor que ver morir al hijo que ha llevado en sus entrañas? 

Hija. Esposa. Madre. Enteramente invadida por Dios. ¿Por qué entonces Dios no le evita el sufrimiento de ser testigo de ese feroz ensañamiento hasta la muerte en la Cruz? 

¿Por qué está allí María? Ella está allí porque es su sitio, porque es su hijo, porque su Madre… 

Al Señor le atravesaría el corazón ver a su Madre sufriendo con tanto dolor, pero también le alegraría tener a su Madre cerca y agradeció su presencia como la más grande de las pruebas de amor que había tenido con Él. 

Allí María reza, llora, muere. Quiere sufrir con él, por todos nosotros. 

Allí María se convertirá en corredentora con Jesucristo de todos nosotros. 

Desde la Cruz Jesús se dirige a María, su madre, que se encontraba junto a otros, con el discípulo amado, Juan: “Mujer, ahí tienes a tu hijo.” 

Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. 

Jesús, proclama la maternidad espiritual de su Madre, ese es el gran legado que Cristo concede desde la cruz a la humani­dad. Esa es la gran tarea que se encomienda a María. Es como una anunciación. Treinta y tres años antes un ángel la invitó a entrar por una puerta oscura, un misterio al que sólo la fe en Dios le hizo acceder. Ahora, no ya un ángel, sino su propio hijo, le anuncia una tarea más dura si cabe, recibir como hijos de su alma a quienes han sido sus asesinos. Y ella aceptó al igual que hizo treinta y tres años atrás, con una total entrega a la voluntad de Dios. María se convertirá en una nueva Eva. 

Qué decir del dolor de Jesucristo. En la Pasión del Señor vemos reflejadas todas la vilezas que los hombres podemos inferir a nuestros semejantes. Jesucristo como hombre las soportó. Repasémosla brevemente: la incomprensión de los suyos en el Huerto de los Olivos y a partir de ahí la soledad, la traición de Judas, las tres negaciones de Pedro, el juicio injusto, la desnudez, el sufrimiento físico con golpes, bofetadas y salivazos, la flagelación, la coronación de espinas y el horror en el camino hacia la Cruz. 

En las tres horas en las que Jesús estuvo clavado en la cruz emitió su testamento vital a través de las Siete Palabras. De ellas creo que donde más se resalta su humanidad plena es cuando ya no puede más y exclama “¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”. 

Es sin duda el momento más terrible de la pasión de Jesucristo, nos lo dice Benedicto XVI que se pregunta y cito textual­mente; “Si él se sabe abandonado de Dios, ¿dónde podremos encontrar a Dios? ¿No es esto el eclipse del sol histórico, en el que se apaga la luz de este mundo? Y hoy resuena en nuestros oídos el eco, redoblado, de este grito. Desde el infierno de los campos de concentración, desde la guerra de guerrillas, desde los barrios llenos de miseria, donde mueren de hambre seres sin esperanza, se oye decir: ¿Dónde estás, Dios, tu que creaste el mundo en el que continuamente puedes observar cómo tus inocentes criaturas sufren terriblemente, que son conducidas como corderos al matadero y no pueden abrir la boca?”. 

Todos en algún momento de nuestras vidas, quizá en muchos cuando experimentamos el sufrimiento, gritamos ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”. 

Es el grito del inocente al que no se le deja nacer so pretexto de un pretendido derecho de su propia madre. 

Es el de los niños que mueren por hambruna o se les esclaviza para trabajar. 

Es el de las niñas a las que se les obliga a prostituirse. 

Es el de los enfermos y los pobres y el del padecimiento que conlleva a sus seres queridos. 

Es el de los millones de hermanos nuestros cristianos perseguidos, maltratados y asesinados por defender su fe en regíme­nes totalitarios. Hoy el Santo Padre nos reprocha el silencio cómplice ante los crímenes de Kenia, Siria e Irak. Cuánto sabemos en España de silencios cómplices…. 

Es el de los millones de personas que hoy no encuentran trabajo en nuestra Patria a los que se le enumera como simple estadística sin reparar en el drama humano, familiar y personal que cada desempleado representa. 

Es el mío que se ve impotente tantas veces en una lucha estéril contra la corrupción, la falta de valores y la hipocresía de la vida pública y de ver también como algunas personas se acercan al noble oficio de la política más para servirse de los privilegios que puede deparar el poder que para servir al bien común. 

Pero Dios nunca nos abandona, somos nosotros los que frecuentemente lo dejamos sólo. 

Queridos amigos, ante Dios sólo caben tres posturas; atacarlo, ignorarlo o seguirlo; esta última postura es el único camino. Solo la fe en Él nos salvará. 

En la Cruz Jesucristo nos redime perdonando nuestros pecados. 

– Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. 

En los evangelios existe una parábola por antonomasia para entender el perdón, es la del “Hijo pródigo” de la que ha llegado a decirse que es un “evangelio dentro del propio Evangelio”. 

Allí el hijo pródigo tiene conciencia de haber actuado mal y de arrepentimiento cuando dice: “Padre he pecado contra el Cielo y contra ti”. 

No deja de sorprender que las primeras palabras del Jesús clavado en la cruz, dolorido y exhausto sean un perdón acom­pañado de excusa, quitando culpabilidad a aquellos que realmente la tienen. Es un perdón por anticipado. El perdón de Jesucristo no tiene límites en el espacio y en el tiempo, es infinito. 

Este perdón me recuerda más al de 70 veces 7, o al de poner la otra mejilla. El de ponerse en el lugar del otro, de com­prenderlo, de amar sus defectos. El Perdón como máxima expresión de amor; El del que mueve montañas, el que lo puede todo, lo disculpa todo…. 

“En verdad te digo Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. 

¿Por qué otorga la salvación a Dimas quién había vivido violando la Ley? Dimas a diferencia de Gestas distinguió el bien del mal, la justicia de la injusticia, la inocencia de la culpabilidad. Cuando dice: “Nosotros estamos crucificados jus­tamente, recibimos el pago justo a lo que hicimos. Pero este nada malo ha hecho”. 

Después de reconocer sus pecados, se dirige a Jesús pidiéndole: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Le habla con la confianza que le otorga ser el compañero de suplicio. Ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha hacia el Calvario: su silencio que impresiona, su mirada llena de compasión ante las gentes, su majestad en medio de tanto cansancio y dolor. 

Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufri­miento del Señor. 

Quisiera recitarles una poesía que recoge perfectamente el sentimiento de alguien que vivió de espaldas a Dios y que a las puertas de su muerte se abraza a la fe. Su autor es Juan José Domenchina: 

Aquí tienes la vida que me diste Te restituyo lo que es tuyo. Quiero ser de verdad en tu verdad. Espero ver, ya sin ojos, para qué me hiciste. 

Si entré en el mundo, porque me metiste En su vacío de rotundo cero, quiero zafarme de él, y persevero en la fe sin medir que me pediste … Y viví a medias. Tuve el alma triste cuando se me salió de tu venero. 

Siempre soñé llegar a lo que existe tras la existencia. Quiero – ya no inquiéralo que esperé, señor, y tú me diste: empezar a vivir cuando me muero. 

Y termino con una petición. Madre del Divino Amor, Tú que en la advocación como Virgen Dolorosa eres para todos los que visten el hábito de la Cofradía Penitencial de la Santa Vera Cruz su estrella y su guía, te pido que conduzcas al pueblo fiel de Valladolid para que sea digno de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo.

 

 

 

Podéis ver más fotografías de este acto en esta noticia